Esta es la historia de una princesa que vivía en un lugar muuuy lejano y cuyo reino estaba sumido en la más míseras de las tristezas. La gente no saltaba de alegría como antes, los pastos ya no eran verdes como antaño, las dudas y las incertidumbres sobrevolaban el Reino y las nubes se cernían sobre el cielo que hace unos meses era azul.
La princesa se contagió de todo aquello y su brillo y su sonrisa desaparecieron de su cara, sus cabellos rubios se tornaron oscuros y su alegría se tornó tristeza y llanto. Ya no era la misma que correteaba por los verdes prados, no era la misma que paseaba a la luz de la luna, ya no era la misma que contaba las estrellas una a una por la noche y se pasaba horas mirándolas. Todo aquello se esfumó.
En la aldea las cosas tampoco eran como antes, la gente ya no se saludaba, los animales ya no hacían caso... pero un aldeano conservaba su alegría. Por muchas penurias que pasara él y su familia, el muchacho seguía alegre, mantenía esa sonrisa que era tan habitual en el poblado. El hecho de que este muchacho siguiera sonriendo llamó la atención del Rey, que enseguida hizo un llamamiento para que el muchacho fuera a Palacio.
El muchacho empezó a preocuparse. ¿Qué querrá el Rey de mi? ¿Cuál será la tarea que me encomiende? ¿Qué debo hacer? Tras estas dudas, el muchacho ni corto ni perezoso fue a Palacio a ver que necesitaba el Rey de él.
- Su majestad, ¿a qué debo el honor de tal llamamiento?
- Mira muchacho, corre el rumor por la aldea de que tú no has perdido tu alegría, y quería comprobarlo personalmente.
- Sí, es cierto, conservo mi alegría. Hemos pasado muchas penurias, pero con mi sonrisa me olvido un poco de ellas.
- Verás, quisiera encomendarte una tarea.
- Usted dirá mi Rey.
- Conocerás a mi hija la Princesa... pues bien, desde hace unos meses la he notado más triste y eso se refleja en mi Reino.
- ¿Y cuál es mi misión señor?
- Tu misión será que la Princesa vuelva a recobrar la alegría que ha perdido.
- Una misión ardua me espera majestad, pero intentaré hacerla. Si no dispone nada más, me retiro.
- Ve, y que Dios te guarde.
El muchacho, con la tarea de devolverle la alegría a la Princesa, marchó de Palacio y fue en busca de ideas que le ayudaran a que la Princesa recobrara su alegría, pues de esa alegría dependía que el Reino volviera a ser el de antes.
Marchó hacia su casa en busca de esas ideas más no hallaba la forma de contentar a la Princesa, hasta que una prima suya que vivía con ellos le aconsejó sobre las cosas que debía decirle para que retornara la alegría al Reino y con ello, la alegría a la cara de la Princesa.
El muchacho, con las alforjas llenas de ideas y de juegos, marchó a Palacio, a los aposentos de la Princesa para intentar realizar su misión. Al entrar allí sintió un escalofrío, propio de los lugares tétricos, pero sí, aquello más que una habitación de un Palacio parecía una cueva. El muchacho, con un poco de congoja preguntó: ¿hay alguien? y una voz susurrante le dijo - Sí, estoy aquí.
Y entonces la vió. Era tal cual la había pensado, con los cabellos dorados, una cara angelical y una sonrisa, que aunque ahora no se mostraba, le iluminaba todo su rostro. El muchacho al instante quedó prendado por la belleza de la Princesa y tras unos segundos le dijo:
-Princesa, vengo aquí por orden de vuestro padre el Rey para ver si soy capaz de devolveros la alegría.
- Me temo que vuestra tarea resultará en vano joven muchacho, yo ya no soy capaz de tener alegría.
- Sé que mi tarea es ardua, pero es mi deber intentarlo.
El muchacho entonces sacó de su alforja todo lo que le había dicho su prima. Sacó una pluma, un papel y tinta. La Princesa en un principio quedose extrañada, pues si ninguno de la corte había conseguido hacerla sonreir con los más preciados juegos, ¿cómo un muchacho con tan poca cosa podría devolverle la alegría?
El muchacho se quedó mirando a la Princesa, tras unos minutos cogió la pluma, la mojó en tinta y empezó a escribir. La Princesa miró al muchacho con cara contrariada, y le dijo: - ¿qué estáis haciendo? El muchacho le dijo: - Princesa, esperad un momento. Y pasó más de una hora y la Princesa volvió a preguntarle lo mismo, el muchacho, con educación le dijo que esperara.
Y así pasaron más de tres horas hasta que al final el muchacho se levantó y le dijo a la Princesa: - Princesa, ya está, podéis venir. La Princesa estaba nerviosa y cogió rápidamente los papeles del muchacho. Entonces vió que tras tantas horas de espera, sólamente había dibujado un corazón. La Princesa le dijo: - ¿qué es esto? Y el muchacho le dijo: - Eso majestad es mi corazón, en él está puesto todo mi cariño y todo mi amor hacia vos. Quiero que lo guardéis y que lo cuidéis como yo haría con él.
La cara de la Princesa cambiaba a medida que el muchacho le iba explicando las cosas. De repente comenzó a esbozar una sonrisa y el valle que estaba gris se empezó a tornar verde. La oscuridad del Reino iba desapareciendo. Las caras de las gentes iban cambiando de agrias a alegres. El Rey, al ver todos estos cambios fue corriendo a los aposentos de su hija. El muchacho había cumplido con su misión. Había retornado la alegría a la Princesa y al Reino.
Entonces el Rey quiso mostrar su agradecimiento y le dijo al muchacho: - Decidme lo que queréis, se os será concedido, sea lo que sea. El muchacho, muy respetuoso, le dijo al Rey: - Majestad, vos me encomendásteis una tarea. Y la he cumplido, nada os debo y nada me debéis. He recuperado la alegría para mi aldea y la alegría para la Princesa. Con eso me basta.
Entonces el muchacho cogió su alforja y se marchó de Palacio... Nada más se supo de él. Pero su obra continúa presente en el corazón que le dibujó a la Princesa, y según cuentan las leyendas, la Princesa sigue guardando ese corazón en un lugar muy preciado para ella, en el suyo.